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Argentina: Buenos Aires

Cementerio de La Recoleta: Alfredo Gath - el que tenía miedo de estar enterrado vivo

El cementerio de Recoleta guarda algunos secretos casi graciosos, como el terror que le infundía la posibilidad de ser enterrado vivo a Alfredo Gath (una de las mitades de la tienda Gath & Chavez). En su bóveda, erigida en 1936 (que actualmente pertenece a la familia Gonzales Kordich), se había mandado a instalar un sistema permitía que se abriera el ataúd y la puerta del sepulcro en caso de necesidad.

A partir de que Torcuato de Alvear - primer intendente porteño - en 1880 marco el camino hacia una Buenos Aires parisina, la ciudad vivió en un estado de renovación permanente durante mas de treinta años. Uno de los cambios notables en el comercio fue la aparición de las grandes tiendas: negocios amplísimos, por lo general con varias plantas, en donde se conseguía de todo: elementos de limpieza, de decoración, de tocador, de belleza, muebles, vajillas , comestibles, herramientas y ropa para todas las edades. Era un lugar donde se encontraría lo ultimo en diseño o en aparatos mecánicos. Los porteños se adaptaron a las grandes tiendas con mucha facilidad.

El santiagueño Lorenzo Chaves y el ingles Alfredo Enrique Gath se habían conocido siendo muy jóvenes, cuando ambos eran empleados de las tiendas de “Casa Burgos”. Decidieron independizarse en 1883, cuando rondaban los 30 años de edad, e iniciaron “Gath & Chaves”, un pequeño negocio de venta de ropa de hombres en la calle San Martín. El progreso fue tan veloz que en poco tiempo incorporaron una sección de ropa de mujer. Fueron sumando nuevos departamentos y productos hasta convertirse en la celebre tienda de ocho pisos en la esquina de Florida y Perón, donde se permitieron el lujo de construir un frente con mármol de Carrara. Abrieron sucursales en el interior del país y en Santiago de Chile, y hasta avanzaron en el negocio de la grabación de discos. Llenaron vidrieras de maniquíes, imprimieron catálogos, montaron una oficina de compras en París y tuvieron unos seis mil empleados.

Sus locales fueron un ejemplo por la calidad del surtido de mercaderías y por el servicio al cliente, brindado por un personal de alta profesionalidad, en un principio realizaban entregas a domicilios con carros que luego fueron reemplazados por camionetas.

Existía un eslogan que cualquier persona conocía en esos años mejor que el abecedario: «Gath & Chaves lo tiene».

Lorenzo Chaves y Alfredo Gath vendieron el negocio a capitales ingleses en una cifra astronómica, pero ademas siguieron recibiendo dividendo de las ganancias anuales. Se dedicaron a vivir bien, a viajar a Europa e intentar algunos otros negocios que no funcionaron tan bien.

En 1932 murió Chaves. Fue sepultado en una bóveda que se construyo en el cementerio de la Recoleta, a pasos de la entrada. Gath sabia que pronto le llegaría su turno. Pero tenia mucho miedo, no por la muerte en si, sino por la posibilidad de despertad en el ataúd y no poder salir, algo que ocurría de vez en cuando: frecuentemente los ataques de catalepsia podían ser confundidos con la finalización de la vida, las historias sobre personas sepultadas con vida eran comunes y no provenían solamente de la imaginación de algún escritor romántico.

Esto empujó a Alfredo Gath a tomar todas sus previsiones. Ideó un mecanismo hidráulico dentro de su ataúd por el que al menor movimiento el féretro se abría.

El mecanismo fue probado varias veces antes de 1936, año en que don Alfredo se convirtió en inexorable huésped del cajón. Lo ubicaron en su propia bóveda en el cementerio de la Recoleta, no muy lejos de su socio Chaves. Gath murió tranquilo, sabiendo que estaba preparado para regresar del mas allá. Pero nunca regreso.

Por cierto, el presidente Domingo F. Sarmiento, en 1868, sancionó una ordenanza según la cual ningún cadáver podía ser enterrado hasta transcurridas treinta horas desde la muerte; debía permanecer en el ataúd con la tapa sin clavar y con un cordel atado a un dedo con una campanilla. A Sarmiento le decían “el loco”, pero esta no era una de sus locuras, sino que simplemente copiaba lo que había observado en Alemania.

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