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Argentina: Buenos Aires

Cementerio de La Recoleta: Luis Federico Leloir

Una de las bóvedas más costosas del cementerio es la de la familia Leloir, donde descansa el premio Nobel en Química del año 1970, Federico Leloir (1906-1987). Su bóveda es una de las más imponentes del cementerio, diseñada por el arquitecto francés A. Guilbert.

El monumento consta de tres partes distintivas. Un gran basamento cúbico, revestido de granito pulido; la parte intermedia, compuesta por un tambor realizado en bronce (columnas jónicas), donde apoya una cúpula, por donde llega la luz a la refinada capilla. Esta es presidida por un Cristo Redentor, obra del italiano Leonardo Bistolfi (1859 – 1933), con los brazos abiertos, realizado en teselas de colores y el mayor porcentaje de las mismas, bañadas en oro.

Los padres de Federico Leloir viajaron desde Buenos Aires hacia París (su madre en avanzado estado de embarazo) en 1906 debido a la enfermedad que aquejaba a Federico Leloir (padre) y por la cual debía ser operado en un centro médico francés. El 6 de septiembre, una semana después de la muerte de aquel, nació su hijo póstumo Luis Federico Leloir. De regreso a su país de origen, en 1908, Leloir vivió junto a sus 8 hermanos en las extensas tierras pampeanas que sus laboriosos antepasados habían comprado tras su inmigración desde España.

Con apenas cuatro años, Leloir aprendió a leer solo, ayudado por los diarios que compraban sus familiares, para permanecer al tanto de los temas agropecuarios. Durante sus primeros años de vida, se dedicaba a observar todos los fenómenos naturales con particular interés, y sus lecturas siempre apuntaban a temas relacionados a las ciencias naturales y biológicas.

Sus estudios iniciales se repartieron entre la Escuela General San Martín, el Colegio Lacordaire, el Colegio del Salvador y el Colegio Beaumont (este último en Inglaterra). Sus notas no se destacaban ni por buenas ni por malas, y su primera incursión universitaria terminó rápidamente cuando abandonó los estudios de arquitectura que había comenzado en el Instituto Politécnico de París.

De nuevo en Buenos Aires, ingresó a la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (UBA) para doctorarse en dicha profesión. Sus comienzos fueron difíciles, tanto que tuvo que rendir cuatro veces el examen de anatomía, pero en 1932 consiguió diplomarse.

En 1933 conoció a Bernardo A. Houssay, quien dirigió su tesis doctoral. Su tesis fue completada en sólo dos años, recibiendo el premio de la facultad al mejor trabajo doctoral; pero descubrió que su formación en ciencias tales como física, matemática, química y biología era escasa, por lo que comenzó a asistir a clases de dichas especialidades en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires como alumno oyente.

En 1936 viajó hacia Inglaterra para dar comienzo a sus estudios avanzados en la Universidad de Cambridge, bajo la supervisión del también Premio Nobel Sir Frederick Gowland Hopkins, quien había obtenido esa distinción en 1929 por sus estudios en fisiología y/o medicina tras descubrir que ciertas sustancias, hoy conocidas como vitaminas, eran fundamentales para mantener la buena salud.

En 1937 Leloir volvió a Argentina, emprendiendo su investigación sobre la oxidación de los ácidos grasos en el Instituto de Fisiología de Buenos Aires.

Hacia 1943 tuvo que dejar el país, su destino fue Estados Unidos, donde ocupó el cargo de investigador asociado en el Departamento de Farmacología de la Universidad de Washington. Un poco más tarde se casó con Amelia Zuberbuller, con quien tuvo una hija a la que le pusieron el mismo nombre.

En 1945 regresó al país para trabajar en el Instituto dirigido por Bernardo A. Houssay, precedente del Instituto de Investigaciones Bioquímicas de la Fundación Campomar, que Leloir dirigiría desde su creación en 1947 a manos del empresario y mecenas Jaime Campomar y durante 40 años.

Durante los últimos años de la década de 1940, Leloir realizó con éxito experimentos que revelaron cuales eran las rutas químicas en la síntesis de azúcares en levaduras con equipos de muy bajo costo, debido a que carecía de recursos económicos.

A principios de 1948, el equipo de Leloir identificó los azúcares carnucleótidos, compuestos que desempeñan un papel fundamental en el metabolismo de los hidratos de carbono, lo que convirtió al Instituto en un centro mundialmente reconocido. Inmediatamente después, Leloir recibió el Premio de la Sociedad Científica Argentina.

A pesar de que hacia fines de 1957 Leloir fue tentado por la Fundación Rockefeller y por el Massachusetts General Hospital para emigrar a los Estados Unidos, como su maestro Houssay, prefirió quedarse y continuar trabajando en el país.

Los descubrimientos de Leloir sobre los componentes de los ácidos nucleicos o nucleótidos, elementos fundamentales en los procesos metabólicos de los hidratos de carbono y los azúcares en particular (Esta investigación abrió el camino para el control de una enfermedad que resultaba fatal para los recién nacidos), le valieron el premio Nobel de Química en 1970 (se convirtió en el primer hispano en conseguirlo).

Los 80 mil dólares con los que la Fundación Nobel lo premió por su distinción en ciencias químicas, fueron donados íntegramente al Instituto Campomar para continuar su labor de investigación.

Poco después de ser elegido premio Nobel, una serie de fotos recorrieron el mundo. Las imágenes mostraban al científico, usando un guardapolvo gris y sentado en una vieja banqueta. Leloir fue tan cuidadoso con el dinero invertido en investigación y con el gastado para otros fines, que usó un banco al que le faltaba el soporte metálico durante 20 años, atado con hilos por él mismo.

Era un símbolo de su permanente humildad y de su lucha por lograr el avance de investigaciones en un contexto de dificultades económicas.

Luis Federico Leloir murió en Buenos Aires el 2 de diciembre de 1987, tras un ataque al corazón poco después de llegar del laboratorio a su casa.

Curiosidades:
En la década de 1920, Luis Federico Leloir se encontraba almorzando junto a unos amigos en el Golf Club de Playa Grande, en Mar del Plata. Cuando le sirvieron un plato de langostinos pidió que le acercaran ciertos ingredientes de diferentes salsas (vinagre, limón, mostaza, ketchup, especias diversas, etc.), lo que al mezclarlos creó la salsa golf (los elementos invariables en la composición han de ser la mayonesa y la salsa de tomate (la salsa kétchup), y –opcionalmente - añadiendo condimentos al gusto argentino (pimentón, orégano, comino, etc).). Tiempo después bromeó con que "si la hubiese patentado hubiera ganado mucho más dinero que como científico".

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